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-I-

A los Ramones jamás se les pasó por la cabeza que tuvieran algo que propagar. Los chicos de Joey Ramone “eran”, sin más, y morían de su propio mal, en cualquier esquina de Nueva York. Sin amenazas, sin colmillazos, sin necesidad de demostrar su verdad…

Todo esto cambió con el punk inglés. El vacío americano se convirtió en mensaje en manos de los Sex Pistols y Johnny Rotten se transformó en el gran profeta del movimiento. No bastaba con ser, era necesario además parecer, demostrar y morder. Había que difundir el virus, y para ello, en primer lugar, había que hacerlo mucho más contagioso. Más virulento.

Los Sex Pistols atraparon el zeitgeist americano, como lo atraparon muchísimos grupos de la época (estaba ahí), pero sólo pudieron expresarlo con las formas tradicionales del rock and roll -concretamente, en su caso, con el lado más guitarrero y violento (epos). En ese aspecto, no subvertieron nada. Puentearon, en gran medida, a los Ramones (que sí habían sacado, literalmente, las tripas al género, vaciando sus formas canónicas) y enlazaron con los New York Dolls, y a través de ellos, con toda la tradición del rock duro, hasta los Stones.

Su violento ataque sónico duró pocos meses, pero su mensaje trastocó de tal modo a la sociedad anglosajona, que el punk se convirtió en un peligro social, casi en un terremoto (algo que no había ocurrido desde los Stones).

Y que ya nunca jamás volvería a ocurrir…

Con el aniquilamiento de los Sex Pistols (o para ser exactos, con su autodestrucción), bien puede decirse que la sociedad y el poder se hicieron inmunes, definitivamente, a las viejas fuerzas subversivas que el rock and roll lleva en su seno.

Desde 1977, nos guste o no, el rock auténtico se resolverá en pequeñas escaramuzas y el poder desarrollará una inatacable capacidad de digerir sus provocaciones.

-II-

La historia de los Sex Pistols comienza a finales de 1976, con el lanzamiento de un single memorable, “Anarchy in the UK”. Las tes de Johnny Rotten, sus erres, su fraseo lento y desdeñoso, sus carcajadas de perro demoniaco… se encargan de forjar el primer gran himno de la banda. Todo un colmillazo en la yugular, que confía más en la fuerza que en la velocidad (contrariamente a los Ramones más revolucionarios).

Prontó llegará un nuevo single, “God save the Queen”, confirmación de que existe un abismo entre el “No future for you” de Johnny Rotten y los “I don´t want”, “I don´t care”, “I don´t like”… de Joey Ramone; justo el que existe entre un grito de guerra y una simple verdad desnuda.

A partir de estas dos canciones, los Sex Pistols desfogarán ya del todo su vertiente hímnica y su espíritu más rockero. La guitarra se irá apoderando más y más de las canciones, como los instrumentos de Keith Richard y Pete Townshend se apoderaban de los himnos de los Stones y de los Who. Con la misma energía…

Pretty Vacant” será el primer atisbo de lo que hablo (una de sus mejores canciones, sin duda) y las publicaciones de 1977 no harán sino ahondar el camino. “Problems” -un poderosísimo hard rock-, “EMI”, “Holiday in the Sun”, “Liar”, “New York”, “No feelings”… son gloriosos homenajes al rock and roll, interpretados con una fuerza de sangre acérrima y “Bodies” contiene uno de los estribillos más exaltantes de la historia del género. Tanto que te arrastra con él…

A través de los New York Dolls, la banda parece haber invocado el espíritu de los Stones, de los Who, de los Kinks más rockeros, de Led Zeppelin…

– III –

Pero pronto llegaría la autodestrucción. El virus de los Sex Pistols, que parecía dispuesto a invadir el mundo entero, acabó con sus portadores, y al tiempo, inmunizó al sistema frente a amenazas futuras. Ya nada volvería a ser lo mismo…

El rock como auténtico peligro social, como una fuerza arrolladora que puede trastocar todos los pilares del sistema, pereció en 1977, con los Sex Pistols.

Desde entonces, toda revolución resulta insignificante… todo está bajo control (…) El rock es sólo música…

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– I –

El rock llevaba años esperando a sus “bárbaros” y al final estos llegaron…

Tommy, Joey, Dee Dee y Johnny Ramone eran cuatro patanes que se morían de aburrimiento en las calles de Nueva York. Como otros miles…

Sin embargo, de entre toda esa gatería americana que se afanaba por “matar el tiempo” en aquellos años, fueron ellos los que encontraron la fórmula más instantánea de aniquilación. Los Ramones determinaron que, para matar su tiempo, bastaba con dos minutos: dos minutos de canción tocada a toda hostia.

Había nacido el punk…

-II-

Los Ramones lobotomizaron el rock de los años 50 y 60, desde su particular detrito.

Transformaron al viejo rocker en poco menos que un zombie. Mantuvieron sus entrañas, desposeyéndolo de su cerebro y su corazón (lobotomía adolescente). Utilizaban aún, en su música, los elementos de un viejo lenguaje -el pop-rock de veinte años atrás-, pero su significado parecía haberse perdido para siempre, en sus cerebelos…

El cuarteto pasó a cuchillo, pues, el viejo rock and roll, conservando no obstante su cadáver: rebajaron las letras y los temas simplones al nivel de su idiocia cretinoide; la melodía -esa muchachita linda del pop de principios de los 60- acabó poco menos que estuprada en manos de esta pandilla de salvajes; y la ardentísima energía de sus canciones era incapaz de ocultar una indiferencia letal… Incluso la velocidad -tradicional- del género quedó como transfigurada: y es que nunca antes el rock and roll se había dirigido tan rápido a ninguna parte…

Ya sólo faltaba que Johnny Ramone sometiera a la guitarra de Chuck Berry a algo parecido a un proceso de electroshock… y la revolución, al fin, se consumaría.

-III-

En este sentido, hablar de los Stooges, o de los New York Dolls, o de las bandas de garaje como anticipos del punk es puro bizantinismo… El punk (los Ramones) es un rock que se dirige a ninguna parte, y que ha perdido TODO su sentido. Un “vaciado de entrañas” completo, tanto musical como anímico, que sólo han conseguido estos cuatro desechos de Nueva York. Y nadie más, antes que ellos.

No hay en los Ramones pretensiones artísticas; no existe glorificación alguna de la guitarra; no hay vacíos metafísicos o intelectuales; no hay técnica; no hay “mensaje”, no hay la más mínima aspiración musical. De ningún supuesto precursor puede decirse todo eso (y quizás tampoco de ningún discípulo).

Si el punk, entre otras cosas, consiste en tocar fondo… sólo los Ramones cayeron tan bajo.

-IV-

Los acordes de asalto de Johnny Ramone se encargan de propulsar los cinco clásicos de 1976: “Blietzkrieg Bop”, “Judy is a Punk”, “Beat on the Brat”, “I wanna sniff some Glue” y “Today your Love, tomorrow the World”. Las tres primeras son composiciones supersónicas, de ritmo martilleante; “I wanna sniff some Glue” se convertirá en su primer adefesio y “Today your Love, tomorrow the World” en su primer gran himno “militar”. Escuchar este trabajo de los Ramones es lo más parecido a asistir al descubrimiento del fuego, o a la utilización de la primera herramienta: la banda, en años posteriores, no volvería a mostrarse ya tan troglodítica…

…pero el dominio definitivo del fuego lo conseguirán en 1977. Una tras otra, se suceden las cápsulas de rock concentrado y supersónico: “Teenage Lobotomy” es, quizás, la gilipollez maestra de los Ramones.

Rockaway Beach”, “Sheena is a punk rocker”, “Gimme Gimme Shock Treatment”, “Commando” y “Cretin Hop” arrancan a mata guitarra, y no ponen los pies en el suelo hasta dos minutos después. “I wanna be well” y “I don´t care”, por su parte, son las personalísimas “baladas” de esta pandilla de estafermos…

1978 señala la obsolescencia artística del grupo. Por suerte, “I wanna be sedated” y “I´m against it” (potentísima declaración de principios del cuarteto) se encargan de salvar el año… pero los Ramones están ya acabados; y con su misión -aquí, en la tierra del rock and roll- debidamente cumplida.

– VI-

En su música se encierran -como si de una fecundísima semilla se tratara- todas las potencialidades del punk: su rama cómica, la más “hard-rock” o dura, la nihilista, la veloz, la carroñosa, la melódica, el “horror-punk”…

Treinta años después de su aparición bien puede afirmarse que los Ramones fueron, sin duda alguna, la banda más decisiva e influyente de la historia del punk. Una gloriosa inepcia, que transfiguró todas las bases del rock and roll tradicional, sin ni siquiera proponérselo.

Por primera vez, el espíritu punk había tomado posesión completa de un ”cuerpo”…

– VII –

Ninguna “amenaza” podrá superar jamás ese terrible “hecho” que fueron los Ramones.

Estos son un par de remates del prog rock, que hay que degustar aristocráticamente, repanchingándose en el sofá del propio cuarto como un lord inglés con un té en la mano e imaginándose que ahí afuera sólo hubiera hordas y más hordas de punks desharrapados, dispuestos a acabar como sea con un viejo régimen sustentado en los instrumentales de veinte minutos, el uso del melotrón y otras distinguidas tradiciones sónicas:

http://rutube.ru/video/95ae7c0e46533a3e60a85b8f396d9853/

http://rutube.ru/video/063a4fe090b31c01c84c135c07dfc738/

Larry Coe y Margaret Gault son, en la superficie, dos clásicos productos de la América de los años 50. Dos seres humanos cualesquiera crecidos en la Arcadia (modo USA) de los bonitos barrios residenciales. Casados como Dios manda, llevan a sus hijos al colegio por la mañana, como todo buen padre, organizan barbacoas en el jardín con sus amorosos cónyuges y sus amistosos vecinos. Llevan, al menos aparentemente, una vida en regla, una vida plena. Pero basta acercarse un poco a sus vidas para que en esa superficie niquelada se adviertan las peligrosas grietas que conforman su frágil identidad. Las etiquetas fabricadas (como dice Larry en un momento dado de la película) de las que todos estamos hechos y que, en el fondo, apenas sirven para esbozar un dibujo falso de nosotros mismos, una carta de presentación para los demás y un maquillado autorretrato para consumo interno, tan espurio como la sonrisa que llevamos puesta en la fotografía de nuestros respectivos carnés de identidad: “arquitecto”, “marido”, “padre”, “hombre”, “honor”, “decencia”… “Las coso en mis trajes, pero nunca encajan”, le confiesa Larry a Roger, tumbado en un sillón con un whisky en la mano, en una de las conversaciones más esclarecedoras del film, ya en su parte final. “Soy un saco de mentiras”.

Pero empecemos por el principio. Porque todo comienza en una parada de bus, como otras tantas de la América de Eisenhower, calcadas unas a otras, como los coches que aparecen en la película, los supermercados, los aparcamientos, las casas que construía Larry y que ahora le cansan, los matrimonios, los trajes, los colores de los trajes, los peinados… todo idéntico a sí mismo, moldeado en un mismo troquel, forjado en un mismo ideal. Quine dibuja eso de manera magistral, el mundo rutinario de las vidas fabricadas en serie, el escenario perfecto en el que tendrá lugar la humana, y por tanto imperfecta, historia de Maggie y Larry. Este se siente atraído por esa misteriosa rubia que retoca el cuello de la camisa de su hijo, justo antes de subir al autobús del colegio. La herida (el deseo) ha hecho así su primer corte en eso que llamamos realidad, una herida antigua que Larry probablemente venía desarrollando en su interior desde Dios sabe cuándo, desde que dejó Baxter y Baxter y se puso a diseñar casas “más personales” en busca de esa casa que no quisiese “derribar y construir de nuevo” o desde que su esposa (por otra parte, casi perfecta) empezó a inmiscuirse en la elección de sus contratos, recordándole que a final de mes hay que pagar las facturas. Porque hasta lo perfecto, entre humanos, tiene fecha de caducidad…

El segundo encuentro, en el que la herida (el deseo) produce una nueva incisión en la realidad, esta vez en la de la protagonista femenina, tiene lugar en el supermercado, entre esas latas perfectamente dispuestas en los estantes. En ese mundo de “Matrix” se desencadena un error (Maggie coge el carrito de Larry por accidente) y ello lleva a una conversación entre los dos que acaba con esa frase letal, con la que Larry flecha a Maggie definitivamente: “No eres tan bonita”. Acostumbrada a que los hombres y las mujeres le digan “qué mujer tan guapa” (de hecho, incluso molesta por ello, debido a algún oscuro secreto que convierte su belleza en una especie de autocondena), Kim Novak empieza a rendirse ante la seducción de ese portento físico y facial llamado Kirk Douglas.

Larry, tras varias dudas por parte de Maggie, la lleva a ver el terreno donde construirá la casa de Roger Altar (el escritor de éxito, insatisfecho, inseguro de sí mismo y de sus libros, siempre liado con una chica diferente, siempre pendiente de lo que digan los críticos, su editor o hasta el propio arquitecto: “¿Te gusto, Larry?”, le pregunta titubeante tras su primer encuentro, como queriendo confirmar la empatía). Una casa que estará en lo alto de la colina, en las alturas, sí, pero al mismo tiempo al borde de un precipicio, esperando a la llegada de cualquier súbito chaparrón bajo el sol de California y el consiguiente desplome. Una casa fijada “a las nubes”, sin posible ancla en la realidad; con los cimientos en el territorio de los sueños imposibles, de los deseos insatisfechos. “Over the Rainbow”, que diría Beppe Fenoglio, autor de esa otra gran obra maestra sobre el sueño y la realidad, la memoria y el presente, llamada “Un Asunto Privado”. En el fondo, Larry y Maggie son soñadores despiertos.

La historia se va enriqueciendo aún más, una vez que conocemos a los diversos personajes que rodean a la pareja principal: la madre de Maggie, por ejemplo, es una adúltera, que en su día rompió el pacto de fidelidad con su marido y se dejó llevar por el deseo, lo que crea aún más dudas en Maggie a la hora de engañar también a su esposo, pues en verdad, como hija, no puede dejar de reprochárselo; una madre que sabe perfectamente que Maggie jamás se ha enamorado todavía, de verdad, de ningún hombre); el marido de Kim Novak es un picha frígida o aspirante a homosexual que no responde a la última oportunidad que le ofrece su mujer antes de ponerle los cuernos con Larry, insinuándose ante él con la blusa negra abierta, asomando su pecho y el sujetador, casi suplicando un poco de pasión: “Dime que me deseas”); la mujer de Larry, Eve, representa el ideal de devota esposa, intentando anclar a su marido a la realidad; Félix (un siniestro Walter Matthau), “observador de la humanidad”, como él se define a sí mismo, es un profesional de lo que Larry y Maggie hacen naturalmente, como simples amateurs (es decir, el adulterio), un cazador de esposas insatisfechas o cornudas, depredador sin escrúpulos en busca del momento oportuno para abalanzarse sobre su víctima; finalmente, hay también un misterioso hombre del teléfono que acosa a Maggie, como un fantasma del pasado del que esta no puede liberarse…

Larry y Maggie cruzan la línea de la infidelidad quedando en el Albatross, un local junto al mar (el mar será desde entonces un acompañante fiel de sus encuentros románticos, casi un símbolo de la libertad a la que ambos aspiran). Kim Novak, vestida de rojo pasión, y Kirk Douglas entablan una conversación, que comienza con cierto “corte” entre los dos, sigue con las consabidas bromas para romper el hielo por parte de él y luego se va cargando de deseo e indirectas… charla durante la cual, y viendo la mirada de Maggie mientras sorbe su martini, uno va sintiendo cierto apretón en la entrepierna, mil veces más firme que el producido por la más subida escena porno que pueda imaginarse; y es que, al final, lo que acabamos sintiendo es ESO que yo creo que todos hemos sentido en un primera cita con una chica, cuando sabemos que a ella le gustamos y que todo va a acabar en pasión, y las indirectas se cazan al vuelo y casi sientes la bomba de relojería del deseo haciendo tic-tac, tic-tac, tic-tac entre tú y ella, un punto cachondo que ninguna película porno sabrá alcanzar jamás por más muslamen, pechamen y deseo fingido que nos muestre… Pues bien, esta escena capta ESO como pocos momentos del cine. “¿Sabes cómo me siento, Larry: me siento como una…”. Maggie se muerde los labios, pero queda claro que la palabra omitida es “fulana”. Tras ese instante de culpabilidad, se levanta de la mesa y huye hacia la puerta, pero allí se detiene y se deja poseer por Douglas, que le arrima la cebolleta sin compasión y le pega un chupeteo de tomo y lomo. Si esta no es una de las grandes escenas de pasión del cine, que baje Dios y lo vea. Yo sólo de recordarla, me corro vivo.

Siguen más y más encuentros entre los dos, por ejemplo el de la playa, en el que se atisba en Maggie cierta inseguridad ingénita, como si no se sintiera a la altura de Eve (en realidad, de ninguna mujer); es algo que va más allá de la normal incertidumbre de si él se va quedar con ella o con su esposa, creo yo. Hay una gran serie de complejos y miedos íntimos en el personaje de Novak, en los que no llegamos a penetrar nunca del todo a lo largo de la película (esa obsesión con “la belleza”, por ejemplo). Hay un “no me lo merezco” inscrito en ella, un “soy una fulana”, un “sólo soy bella” que se hunde Dios sabe dónde en su alma y que crea un área de ambivalencia y tiniebla en su interior (cuando Maggie le cuenta la historia del camionero, otro escenón maravillosamente filmado por Quine, y le revela ese fondo oscuro por un instante, Larry se siente perplejo, se enfada, no entiende, aunque después rectifique el juicio sumarísimo que hace del comportamiento de Maggie). Ella jamás será comprendida del todo.

La construcción de la casa “ideal” de Roger Altar sigue su curso (una casa convertida en símbolo de la relación sentimental de los dos infieles). Pero Eve empieza a sospechar y monta una fiesta con vistas a fortalecer la relación con su marido. Sin embargo, invita a Maggie y a Ken, sin saber que ella es la “amante” de Larry. Otra escena capital de la película, en la que todo sucede rutinariamente (el vecino “pesado” contando chistes malos a todo quisque después del tercer gintonic y cosas así, al modo de Cheever), hasta que todo explota cuando Félix descubre la relación entre Maggie y Larry (“en nuestras casas somos muebles, Larry, pero en la de al lado, somos héroes”). Se ha descubierto el pastel. Fin del mundo ideal, del romance oculto y comienzo de la “caída” a plomo, en la realidad, del amor perfecto. El fragmento termina con Maggie sola, recogiendo su abrigo y su bolso en el dormitorio de Eve y Larry, paseando por esa casa, tocando los objetos de la mujer de su amado. Esta escena, interpretada como el deseo por parte de Maggie de tener esa vida marital con Larry, resulta de una genialidad iluminadora, pero a mi ver, va todo más allá una vez más, gracias a esa ambigüedad impenetrable, a esos miedos profundos del personaje de Novak. Nuevamente, parece surgir en ella esa indignidad, ese “no me lo merezco”, ese “soy una fulana, como mi madre”, ese “sólo soy bella” o vete tú a saber qué que la atormenta en lo más hondo de su alma. Basta ver sus gestos para saber que hay algo más profundo que el deseo de ser la esposa de Larry en su deambular por los aposentos de Eve. Ese sentimiento es rematado, definitivamente, por el encuentro con el hijo varón de Larry, justo cuando está a punto de volver al salón y despedirse. “Eres muy guapa...” le espeta el cachorro de varón, sin saber que le está dando a su alma casi un tiro de gracia.

Al informarle de que Félix ha descubierto lo suyo (“ha pasado lo que tenía que pasar, tarde o temprano”), Maggie desea que las cosas sigan igual, entre dos mundos, el del deseo y el de la realidad (como si eso fuera ya posible y los diques entre esas dos aguas no se hubiesen roto definitivamente); Larry empieza a pensar en que no quiere hacer daño a las personas queridas, a su mujer, a sus hijos… empieza la irrefrenable cuesta abajo, marcada por los intensos chaparrones que atormentan la hasta entonces soleada California en la que se mueven los dos protagonistas. Para más inri, a Larry le ofrecen la construcción de una ciudad entera en Hawaii, un trabajo de cinco años. Parece como si la realidad tentase al deseo de libertad y de creatividad del arquitecto, invitándole a volver al redil, a regresar con su esposa, con su familia y a dejar el “affair” con Maggie. Maggie, en comparación, no gozará de ninguna tentación, de ninguna vía de escape a la que agarrarse. Lo que convertirá su final en algo más trágico que el de Larry…

Bajo un nuevo chaparrón y aprovechando la ausencia del arquitecto, Félix se acerca a la casa de este e intenta acosar a Eve (“bajo cualquier ama de casa, hay una amante potencial”), haciéndole saber con su propia presencia, con su propio intento de seducción, que sus sospechas de que Larry se ve con otra mujer son ciertas. La escena es perturbadora, violenta sin actos violentos, con un Matthau “sucio” como nunca antes, y una Eve violada sólo con su mirada, con su cuerpo aproximándose al de su víctima, lascivamente, y acariciándole los cabellos. De nuevo, Quine consigue transmitir algo sexual, algo obsceno, sin necesidad de ser pornográficamente explícito. Larry ve salir a Félix de su casa, le persigue bajo la lluvia y le suelta un puñetazo. Este sonríe y le propina un letal “Dime, arquitecto, ¿qué diferencia hay entre tú y yo?”, que resulta ser un contragolpe directo al alma, mucho más doloroso que el golpe físico que Larry acaba de endilgarle. La escena que le sigue, la de Larry confesándole a Eve su adulterio, muestra perfectamente los sentimientos de la esposa, con esta dándole la espalda a su marido (y a la cámara). “Haz lo que te plazca, vete al infierno, pero lárgate de mi vista”. El miedo de Larry, el de hacer daño con su amor por Maggie a la gente que le rodea, se hace real, por fin, en esa escena y algo parece hacer “click” en su cabeza. “Quisiera que volviéramos a ser lo que éramos” le dice el día siguiente Eve a su esposo, intentando congraciarse con él ¿”Qué nos ha ocurrido? No parecemos nosotros”. Después de tantos años juntos, vuelven a ser extraños el uno para él otro, otra vez más. Como si hubiesen acabado de conocerse. ¿Y es que alguna vez acabamos de conocernos? ¿Alguna vez dejamos de ser extraños? No ya los unos para los otros, sino ¿para nosotros mismos? Eve rompe a llorar y se arrodilla ante su marido. “Ayúdame, Larry, no creo que pueda vivir sin ti. Ayúdame”. Y Larry, sin pronunciar una sola palabra, cede. El principio del fin de su relación con Maggie, que se había iniciado con el descubrimiento por parte de Félix de su existencia, ha llegado a la estación final.

Los hilos de la trama se van cerrando. Roger Altar escribe “su libro”, un libro personal, propio al fin, pero confiesa en su conversación con Larry que alcanzar su “deseo” no le ha hecho sentirse satisfecho, que ha descubierto “que no era lo que deseaba”. Lo que él envidia es una vida marital como la de Larry, estable, con críos, con una amorosa esposa con la que compartir su éxito. Suprema ironía. Larry, por su parte, le confiesa que todos los consejos que le dio al principio de su amistad, quizá sean una mentira (se refiere al “decide lo que es importante, tus prioridades y hazlo”). Él mismo, ahora, ya no es capaz de saber qué es lo importante. Qué es él mismo. “Nos conocimos como extraños y nos despedimos como medio extraños, también”, le dice Roger cuando Larry le entrega las llaves de su nueva casa. “Sí, y si alguna vez llegas a conocer a un ser humano, será un milagro”, le responde este. Ahora comprendemos, de repente, qué hay en el interior de esos coches que deambulan sin parar por las carreteras del film: extraños individuos cruzándose los unos con los otros en su camino, intentando amarse, conocerse, comprenderse. Como en aquel maravilloso cuento de Calvino (“La aventura de un automovilista”).

Y llega la escena final: Larry y Maggie se encuentran en la casa, aún vacía, de Altar. En “su” casa ideal, anclada en las nubes. “Maggie, me voy a Hawai, a construir una ciudad”. “¿Os vais todos?”, le pregunta ella, como queriendo confirmar que todo ha acabado, aceptándolo con el rostro de resignación de quien, quizá mejor aún que Larry, sabía que esto debía acabar algún día, que no era posible para ella, o que en el fondo ni se lo merecía… Entran en la casa y la recorren, como si fueran marido y mujer en su nuevo hogar (algo ya imposible). Un último instante de felicidad, como deambulando en el mundo de los sueños justo antes de cerrar la puerta tras de sí y clausurarlo, de volver a la realidad. “Me gustaría construir un foso alrededor de esta casa para dejar el mundo fuera”, dice Larry. “Solos tú y yo”. Y después, la despedida: “Te amo, Maggie”. “Yo también”. Pero Quine nos tiene preparado un último golpe de genio, cuando llega el albañil jefe para echar una ojeada y se encuentra con los dos: “Tiene un marido extraordinario, Señora Coe”, le suelta a Maggie. Por un instante, ella es confundida con la persona que realmente quiere ser. Y luego viene la última imagen, con Maggie descendiendo en su coche desde la casa al mundo real, donde un chaval de las obras la mira con lujuria, sonriendo, posiblemente con un único pensamiento en la cabeza: “Joder, qué mujer más guapa, me encantaría tirármela”…

El final más trágico posible para el personaje más misterioso y fascinante de esta enorme película, una de las mejores que he visto en mucho, mucho tiempo.

Divertida sátira sobre el Medievo. No llega a la perfección de Rufufú, si bien atesora dos o tres escenas formidables.

La primera (la del puente) es Monty Python puro y duro (¡ante-litteram!) y la segunda (la de la corte bizantina) una inspirada caricatura de la decadencia del Imperio, con escena sado-maso incluida.

La especialidad de Monicelli parece ser el retrato de un puñado de ineptos en pos de una quimera (o, lo que viene a ser prácticamente lo mismo, de la humanidad).


– I –

Esto no es Hollywood (como nos dice Mastroianni en una de las escenas más memorables de esta película); tampoco es un “film noir” francés con actos delictivos de elegante factura (como el gran “Rififí” de Jules Dassin del que proviene el nombre dado en España a la cinta). No, esto es un atraco imperfecto, pergeñado por unos miserables de tomo y lomo, por unos incompetentes, en la Italia de la posguerra. Una “heist movie” al modo del sur de Europa, vaya. Una parodia de lo que se hace impecablemente por ahí arriba, una auténtica chapuza… pero cinematográficamente genial… y rebosante de ese antídoto que los meridionales hemos tenido que desarrollar contra el fiasco de los siglos: el humor.

Por de pronto, aquí no se atraca una joyería parisina de alto copete, como en el film de Dassin, sino un simple monte de piedad romano; los delincuentes no roban “Cadillacs”, a la manera de las películas de cine negro de Hollywood, sino carritos de niños por cuatro mil liras; y la principal escena de persecución se lleva a cabo en los autochoques de una barraca de feria… vamos, para partirse de risa. Por tener, nuestros “ignoti soliti” no tienen ni siquiera relojes que sincronizar, como se percatan poco antes de dar el “gran golpe” y, al final, acaban obteniendo como suculento botín un buen potaje de garbanzos y cuatro morcillas. Todo un trabajo “ci-ci-éntifico” (¿no calificaba del mismo modo José Luis López Vázquez su plan en la también notabilísima “Atraco a las Tres”?).

Y es que estos tipos harían cualquier cosa por no ir al tajo (el gran “coco” de los protagonistas, como se advierte en el soberbio final, con Beppe siendo arrastrado por la turbamulta de proletarios, mientras el viejo Capannelle prorrumpe en un admonitorio: “¡Beppe, no seas loco, que te van a hacer trabajar!”), cualquier cosa por recalar en ese “dolce far niente” que constituye el gran ideal de los pueblos mediterráneos, ese “estado nirvánico” del que no da ni palo y se tumba bajo el sol con un gintonic en la mano. Porretadas de ingenio degeneradas en simple “listeza”, malbaratadas (¿o no?) en alcanzar ese punto de honor cuasiaristocrático que consiste en no tener que fichar cada mañana.

Porque trabajar, en el fondo, no es bueno, y ahí sí que no nos la clavan los boches y demás pueblos anglosajones… (cruce de mangas a la italiana).

– II –

Lo que hace humana a esta película es el hatajo de entrañables perdedores que la protagonizan. Es difícil no acabar encariñándose de Beppe il Pantera (Vittorio Gassman), ese grandullón que se las da de aspirante al título de los pesos pesados, primero, y de gran urdidor de robos científicos, después, y que acaba noqueado por la vida en ambos “rings”; de Tiberio (Marcello Mastroianni), fotógrafo calzonazos y cineasta patoso, siempre con su bebé a cuestas y el brazo (un poco fascista) en cabestrillo; del viejo Capannelle (Carlo Pisacane), con su “uniforme” de ladrón, glotón desdentado al que le quedan dos telediarios, pero aun así siempre está a la rapiña de cualquier cosa que esté al alcance de sus manos: una papilla de niño, unas galletas, una calada, un despertador o lo que se tercie; de Ferribotte (Tiberio Murgia), ese siciliano de sonrisa inimaginable (hay algo en sus rasgos faciales que le impide expresar cualquier emoción que no sea… esa inexpresividad fatalista y tristona, de reminiscencias semíticas, que lleva inscrita en la cara durante todo el film), un talibán que guarda a su bella hermana (Claudia Cardinale) bajo siete llaves, para que nadie profane su virginidad; de Cósimo (Memmo Carotenuto), el delincuente “independiente”, siempre cabreado, al que no toman en serio ni los dependientes de banco con una pistola en la mano; de Mario (Renato Salvatori), el huérfano de tres madres; de Dante Cruciani (Totò), el viejo “maestro de escuela”, siempre aleccionando a sus pupilos en la dura asignatura del latrocinio…

Soñadores siempre desde las alturas (los techos de los edificios de Roma les sirven para imaginar, preparar y ejecutar el golpe que les sacará de la penuria) están, sin embargo, destinados a caer de vuelta a los bajos fondos, a la carbonera de los miserables, a las corralas de paredes desconchadas y ropa colgada al sol, a las chabolas ahumadas junto a la vía del tren… Para ellos, nunca hubo ni habrá ninguna posibilidad. El butrón que parece conducirles al paraíso tan sólo da a parar al mismo lugar en el que lo empezaron. Al mismo infierno. Porque todo, para ellos, es la misma condena, el mismo Mátrix: la cárcel, el matrimonio (“¿Para qué quieres que nos casemos, quieres que vaya de una condena a otra”?, le dice Cósimo a su prometida en la sala de visitas del trullo), el trabajo (no en vano, Beppe terminará cogiendo el pico y la pala en la obra… como otro recluso más en los trabajos forzados?). Sólo el “gran golpe” puede, de verdad, liberarlos.

– III –

Contrariamente a los delincuentes anglosajones, siempre tirando un poco a lobos asociales (el psicópata, el depredador solitario, sería tan sólo el lógico culmen criminal de esa cultura, del que ya estoy un poco hasta los cojones, porque hoy en día no hay serie o película que se precie en la que no aparezca uno), en este film los miembros de la pandilla y sus peripecias están empapadas de sociedad, de familia, de cotidianeidad, como les echa en cara Beppe en un momento dado, cuando sus responsabilidades familiares ralentizan el plan: “¡Estoy hasta la coronilla!: tú con tu hermana, tú con tu madre, tú con el nene… decidíos de una vez, esto es un trabajo científico” aunque él mismo ya se está enamoriscando de Nicoletta y hasta planeando un casamiento. En estas latitudes, lo científico, lo sistemático, acaba malogrado por la vida misma, que siempre se inmiscuye en el peor momento, como la discusión de pareja bajo la claraboya (una de las escenas más logradas de Monicelli).

Bajo el imperio de la ley de Murphy, todo acaba saliendo meticulosamente mal. Todo, salvo el guión (que funciona como un reloj) y la cámara de Monicelli, que resultan ser algo así como el reverso de esta chapuza de atraco. Basta contraponer la filmación de la caja de caudales de Tiberio (“Como película, una porquería”, que diría Totò), con el milimétrico modo en el que Monicelli sigue la explicación del robo por parte de Beppe, a través de los ojos de los protagonistas, para darse cuenta de que aquí lo único que sale niquelado es este “Rufufú”, bajo la mano maestra del defenestrado director italiano (y digo defenestrado no porque no fuera reconocido en vida, sino porque acabó tirándose de la ventana del hospital hará unos años, ya cerca de cumplir un siglo de vida, siguiendo una vieja rutina familiar -la del suicidio- que su padre ya acometió durante la época fascista).

– IV –

Y hablando de la muerte… no puedo ultimar esta reseña sin hacer referencia a una de mis escenas preferidas de todo el cine de comedia, la de la funeraria, en la que estos ladronzuelos se reúnen en torno al difunto Cósimo, más por convención social y por ese estremecimiento que a uno le recorre el cuerpo cuando de la muerte se trata (como si uno la oliese en sí mismo) que por auténtico sentimiento y entre ellos surge esa conversación de mortales besugos que se genera en estas situaciones, con sus topicazos ineludibles: “Ah, la vida, hoy una buena noticia, mañana otra mala”, dice Beppe. Y Ferrobetti le contesta: “Como suele decirse, una de cal y otra de arena”, a lo que Dante, en tono más sentimental, añade: “Ah, mira, parece que duerme...”. Y Beppe, otra vez: “Sí, pero yo prefiero recordarle tal y como era”. Y, a partir de ahí, como de la muerte los mortales no tenemos en el fondo casi nada que decir más que es una gran putada, siguen más frases hechas de rigor y entramos ya en el territorio del absurdo: “Siempre se van los mejores”, continúa lamentándose Ferrobetti, a lo que Capanelle responde: “Últimamente no se encontraba demasiado bien” (lo que, teniendo en cuenta que a Cósimo le ha atropellado un tranvía, resulta sin duda de lo más pertinente). “Hoy te toca a ti, mañana a mí”, susurra Tiberio… y, entonces, como intuyendo ellos mismos ya el absurdo de la situación y habiendo alcanzado los límites razonables de la empatía humana, el viejo Cruciani se desmarca de toda esa mierda social y sentimental en torno a la muerte y se marca un “Pues en cuanto a mí me toca, cuanto más tarde, mejor”, a lo que Ferribotte se suma con un lapidario “Eso es, el muerto al hoyo y el vivo, al bollo”, con lo que acaba ya definitivamente todo el paripé, justo cuando pasa un coche de policía a su lado y el grupo se desbanda en cuestión de segundos al grito de “¡Difuminaos!”. Sencillamente, genial. Vuelta a la vida, al “bollo”, al presente… y a la muerte y a los muertos, que les den (nuevo corte de mangas a la italiana).

Al final de semejante chapuza, este puñado de delincuentes de tres al cuarto apenas obtendrá de este atraco imperfecto el recuerdo de unos cuantos personajes memorables que se han cruzado en su camino, un buen puñado de risas y, por qué no, quizá hasta lo mejor de todo, un buen potaje de garbanzos y morcillas en buena compañía. ¿Y, en el fondo, hay mejor botín para un miserable? Quiero decir… dentro de lo posible, una vez habiéndose estampado contra el molino de viento de la ilusión y haberse dado el gran castañazo… ¿lo hay?

Sólo sé que la vida es una gran tragicomedia y “Rufufú” es, en el ámbito del cine, posiblemente de lo más cercano que existe a ella.

Escena de la explicación del robo:

Escena del rodaje de “La Comadre”:

Escena de la “Lección de Latrocinio” por parte de Totò:

Escena de la “persecución” en autochoque:

Escena del “velatorio”:

Escena de la claraboya:

Escena del butrón:

Escena del potaje de garbanzos:

Escena final:


Hará unos meses, vi este documental de Werner Herzog sobre los extraños especímenes humanos que habitan la Antártida. Tiene momentos sublimes, pero el que más me gusta de todos ellos es este, en el que el director alemán habla con un científico que lleva veinte años estudiando a los pingüinos. En la base le han comentado que este doctor es un tipo singular, muy reservado, que lleva tantos años estudiando a los pingüinos en medio de la soledad del continente antártico que ya apenas siente la necesidad de comunicarse con otros seres vivos de su misma especie. En la entrevista que Herzog le hace (en este vídeo sólo se recoge el final de su conversación, cuando ya parece que el tío se va soltando) casi se siente el esfuerzo sobrehumano que le provoca emitir cada pequeña frase. Pero al fin empieza a contarle la historia de los pingüinos desorientados (una imagen que Herzog tuvo la suerte de filmar). Resulta profundamente turbadora la escena en la que ese pingüino se queda solo en mitad del hielo, visiblemente confuso, sin saber bien a dónde dirigirse, y al punto inicia una imparable marcha hacia la nada, hacia el desolado interior del continente helado, como al parecer les sucede a otros muchos pingüinos. Una vez emprendido ese último viaje, como se narra en el documental, no hay nada ni nadie que pueda desviar a estos desdichados animales de ese empeño alocado y suicida (cuando los científicos intentan traerles de vuelta a la colonia, los pingüinos perturbados enderezan otra vez sus pasos hacia el Polo Sur, como impulsados por una mortal atracción magnética).

Hay algo que, a lunáticos como yo, nos fascina (al tiempo que nos aterra) en la marcha de ese pobre pingüino…



Esta es la película “Chronos”, filmada por Ron Fricke en 1985, con música de Michael Stearns.

No sé si la última escena es una especie de homenaje a Kubrick, pero ese vórtice de luces urbanas al final de la película es sencillamente arrebatador y oculta “algo”; algo que fuera a engullirnos a todos nosotros junto al último fotón de luz de nuestros dispositivos electroluminescentes.

Últimamente, no sé por qué, me siento especialmente sensible al “tiempo”; hará unas semanas, llegué tarde a mi pueblo, ya a eso de las dos de la mañana, una noche de domingo; tuve que aparcar en una calle lejana a mi casa; no había nadie en la calle, ni un solo ruido; ni una sola figura en movimiento; sólo farolas encendidas y quietud; las 18.000 personas que habitan este lugar del planeta parecían haber desaparecido. Dudo que en aquel instante hubiese más tranquilidad en las inmediaciones de Alfa Centauro o en las soledumbres de Orión. Decidí detenerme en mitad de una calle cercana a mi casa y participar de aquello…

Joder, qué sensación… una de las mejores que he experimentado en mi vida. Alucinante. El Dios del Tiempo podría haber adelantado sus manijas un par de horas y absolutamente nada hubiera cambiado, NADA; de hecho, y en cierto modo, era como si el Tiempo se hubiera ralentizado sólo para mí, en aquel momento, hasta casi detenerse. Quizá sólo para contemplarme. O (hablando en términos todavía más subjetivos) como si mi sensación del tiempo se hubiera disparado de repente dos o tres eones hacia la eternidad, ampliándose, y alargando con ella mi propia vida, que sentía más cercana en duración a la de una montaña o a la de una estrella remota.

Sí, definitivamente, el tiempo es nuestro amo y señor.

Las cosas de antes… ¡para después!”, le advierte un juicioso Iván a Milton al comienzo de la novela. Pero el recuerdo irreprimible de un amor se inmiscuye en el ahora del partisano (la guerra) y queda incrustado en su seno, como una astilla. Las palabras de una anciana, que sugieren la existencia de una relación entre su mejor amigo, Giorgio, y su añorada Fulvia, abren una grieta en algo que hasta entonces había permanecido puro e intacto en el corazón de Milton…

…porque todos guardamos un recuerdo de esos en el fondo de nosotros mismos, aislado de la turbiedad (siempre creciente) de la vida, impermeable a las diversas circunstancias que nos depara la existencia. Un oasis espiritual, privado, en el que refugiarnos y cobrar fuerzas en tiempos revueltos (“Había entrado a esa casa para recobrar inspiración y fuerzas… y salía vacío y destrozado”).

El recuerdo luminoso de Milton, hasta entonces estanco en las entrañas de su alma pero ahora repentinamente agrietado, comienza a ser penetrado por los fenómenos externos: por la lluvia (que pudre la memoria y borra los viejos senderos), por el barro (la corrupción y el peso de la vida, polvo eres y en polvo te convertirás), por la niebla (la duda interior, las elucubraciones abstraídas de una mente humana). Toda la realidad de ahí afuera queda como en suspenso hasta que Milton sepa “la verdad”, hasta que dirima su “cuestión privada”, para lo que emprenderá una búsqueda que lo lleve hasta Giorgio, partisano como él en otro escuadrón cercano. Pero la brecha ya está abierta y, poco a poco, los elementos van calando en el alma del protagonista (“soy de barro, por dentro y por fuera”) hasta el fatal desenlace.

Milton, pues, pide un permiso a su superior y atraviesa, en solitario, los bosques húmedos, silenciosos y cubiertos de niebla de los Langhe, asaltado únicamente por el sonido de los ladridos de los perros, allá en los apartados caseríos (ladridos recurrentes en la narración, señalando inquietantes presencias en el bosque: la propia o la de otros partisanos, la de los soldados fascistas).

Mientras Milton camina, y por medio de una serie de flashbacks, Fenoglio nos revela la singular relación de ese trío amoroso formado por Fulvia, Giorgio y Milton. Fulvia es una hermosa muchacha adolescente, turinesa (de ciudad, por tanto), que su padre ha mandado al campo temporalmente, para protegerla de los bombardeos. Una chicha consciente de su arma letal: la belleza, la juventud, la alegría. Fulvia se deja amar de modo distinto por Milton y por Giorgio. La de este último con ella es una relación cercana, tangible, corporal, de este mundo: no en vano, Giorgio es el chico guapo y rico del pueblo. Con ella baila, mientras Milton pone las canciones en el fonógrafo; con ella juega al tenis, mientras Milton lleva el tanteo en el marcador. Milton, en cambio es feo y pobre, pero inteligente, sensible, domina las palabras. La relación entre Milton y Fulvia se nos aparece cargada de “lejanía”: a ella le fascinan sus cartas, su voz y su manejo del lenguaje (conversan en el sofá, “en lados opuestos del sofá”); pero algo en la presencia física, real, del joven parece mortificarla (quizá su fealdad). Así como Milton siente que “la belleza de Fulvia” siempre lo “había, más que nada, afligido” (al tiempo que lo atraía hacia ella), parece como si la fealdad de Milton afligiera también a Fulvia, de algún modo. O quizá la belleza y la fealdad (exteriores) sean sólo el signo exterior de algo interno e inmaterial, algo más poderoso, aquello que realmente les fascinaba el uno del otro, a la vez que les lastimaba (la “alegría” de Fulvia, de la que el triste y feo Milton se sentía fatalmente vedado, por una parte; por otra, la “tristeza” de Milton, expresada en palabras mil veces más bellas que los ojos azules de Giorgio, pero enemiga de su juventud, de su portentosa belleza de mujer adolescente, de una vida en flor, alegre, fecunda y hechizante, como sólo la de una chica guapa puede serlo en este mundo): “Tus bellísimas palabras sólo sirven para hacerme llorar, Milton. Eres malo. No, no eres malo, pero eres triste. Peor que triste, eres tétrico. Si al menos lloraras tú también. Eres triste y feo. Y no quiero ponerme triste como tú. Yo soy guapa y alegre. Lo era”. La novela sugiere que algo estaba roto en Fulvia también, algo que intentaba colmar con Giorgio o flirteando con los chicos exentos del servicio militar en Alba, sintiendo el poder de su propia vida de mujer, de su juventud (ya se sabe que las mujeres huyen de la tristeza como de la peste, y las mujeres jóvenes aún más: como si ese sentimiento contradijese aquello para lo que han nacido: “Creo que las cosas alegres me rehuyen. Ni siquiera consigo verlas”, confiesa Milton al comienzo de la novela, intentando explicarle a ella su propia tristeza). La despedida de Fulvia en la estación de tren, en la que esta sonríe a Giorgio sin decir palabra mientras que a Milton, difuminando su sonrisa, le exige otra hermosa carta de las suyas, resume perfectamente la naturaleza diversa de las dos relaciones, la singular materia de la que están hechos los lazos que unen a Fulvia con los dos chicos. Por si esto fuera poco, el último vértice del triángulo, el que une a Giorgio y a Milton, resulta también especialísimo (“Giorgio parecía soportar sólo a Milton, sólo se entendía con Milton”): la imagen que mejor representa la índole de esta unión (uno más de las deslumbrantes trazos literarios de Fenoglio) es aquella que rememora Milton en cierto pasaje de la novela, cuando alude a aquel instante en el que uno de los dos se tumba para dormirse, en los establos, con los pies recogidos, y el otro espera a que este se haya colocado a su gusto, para ponerse a su lado y ocupar los huecos que el otro deja en el lecho, en perfecto acoplamiento, como dos mediaslunas. No en vano, Giorgio y Milton son, para Fulvia, algo así como una moneda (fatalmente) partida, algo quebrado que le gustaría hallar en un solo ser, pero que está disgregado en dos (o probablemente en más: “El amigo de la señorita… bueno, uno de sus amigos”; “¿Cuál es tu canción preferida, Fulvia? -No sabría decirte. Hay tres o cuatro…”). Fulvia es todo para Milton; también es todo para Giorgio; pero los dos chicos son sólo la parte de un todo para Fulvia.

El lazo que une a esta y a Milton queda sellado por una hermosa y triste canción, “Over the Rainbow”, que acompaña, como una banda sonora del alma, los andares del partisano entre la lluvia y el fango. De hecho, el único momento en el que Milton se rebela ante el contacto físico de Fulvia y Giorgio en los bailables es cuando, por descuido, empieza a sonar el “Over the Rainbow” (su canción, sólo la de ellos dos, no la de Giorgio), falta imperdonable que Fulvia admite al instante (“Tienes razón, Milton”).

Y es que, en esta novela, todo parece estar irremediablemente acotado por alguna fatalidad (inserta en la misma entraña de la vida), hay límites insalvables: espaciales (“prefería ignorarlo todo del Turín de Fulvia; su historia existía únicamente en la casa sobre la colina de Alba”); temporales (“no la veía desde el principio de la guerra y no volveré a verla antes del final”); emocionales (el amor dividido de Fulvia por los dos chicos, la canción reservada a Milton y a su amada); límites que sólo parecen poder quebrarse en un remoto “más allá”, en el particular “over the rainbow” de unos jóvenes protagonistas destinados a morir en cualquier momento de la guerra (“Usted nos habla de la vejez. Y la vejez no es asunto nuestro, en ningún sentido”).

La busca de Giorgio por parte de Milton se complica con diversas desventuras (es capturado por los fascistas, debido a la niebla cerrada, cuando se deja caer de su grupo de partisanos) y Milton se ve obligado a ingeniárselas para conseguir hablar con su amigo, que pronto será fusilado, para así conocer la verdad (por ejemplo, a los comunistas les pide uno de sus rehenes para canjearlo por Giorgio; o captura a un sargento fascista, que al intentar huir, es acribillado por Milton). Todos estas peripecias están cargadas de hondura creativa, de matices deliciosos (por ejemplo, la captura del sargento arranca de otra “cuestión privada” que le revela una vieja del pueblo, pues ese sargento se acuesta con una “enemiga” suya, una “guarra” que metió cizaña entre su hija y su yerno y que estuvo a punto de envenenar su matrimonio y por eso se acerca a él y le señala a ese sargento como posible rehén; pero es que, además, a ese fascista Milton jamás le ve la cara, desde el momento en el que le captura por la espalda, apuntándole con la pistola por detrás hasta que lo mata en su intento de huida, momento en el que por su espinazo corre una “gran mancha roja”, que representa, junto con el bellísimo azul de los ojos de su compañero y rival, Giorgio, y la explosión de colores del “over the rainbow”, la única pincelada de color en un relato que carece del todo de referencias cromáticas, salvo ese monótono y recurrente matiz ceniza con el que Fenoglio describe los rostros y las pieles de los partisanos (“Tienes la cara de color ceniza. -¿Y qué color crees que tiene la tuya?”); tonalidad a la que se ha degradado el mundo y la vida presente de todos los guerrilleros. El color de lo muerto.

Las mujeres ocupan un papel esencial en el relato, casi siempre con trazos negativos: las viejas son cizañeras o chismosas y las jóvenes, seres conscientes de su hechizante poder sobre los hombres o, directamente, guarras que utilizan sus cuerpos para salir del paso en la guerra. Entre estas últimas destaca la maestra fascista, seducida por el poder y el magnetismo de Mussolini (“Las maestras: es una especie que tiene el fascismo metido en el cuerpo. No sé qué les habrá hecho el Duce, pero nueve de cada diez son fascistas”). Lanzando improperios a los partisanos como una endemoniada, estos sólo consiguen exorcizarla rapándole la melena, desposeyéndola de una de sus seductoras “armas” femeninas (“nunca miréis cómo rapan a una mujer, no intentéis ni imaginároslo; es la patata más fea que existe y la impresión se extiende al resto de su físico”), mientras el liguero de la maestra asoma en medio del forcejeo… momento que los jóvenes partisanos aprovechan para masturbarse, “alineados en la cuneta de la carretera, de espaldas al pueblo y de cara al valle”.

Probablemente, la intrahistoria de una guerra (más allá del terror y el absurdo del combate) sea la de un puñado de chicos soñando con mujeres…

Fenoglio, en su narración, establece una diferencia entre los partisanos más simples (“Vosotros sois estudiantes universitarios, perlas delicadas, un precioso regalo que hay que desenvolver. En cambio los tipos como yo… no resultan lo bastante interesantes. Nada más pillarlos, los empujan contra una pared y les disparan antes de que toquen el suelo con los pies”) y los guerrilleros más intelectuales o educados (“Pero él también es estudiante y todos los estudiantes están un poco locos. Nosotros, los plebeyos, estamos mucho más centrados”). Milton es el epítome de estos últimos, llevado a la locura por la búsqueda de una “verdad”, por la preservación de un recuerdo ideal, un amor platónico, alojado en el centro de su mente y de su espíritu, en el corazón de lo inmaterial; un “asunto privado” que llevará a la muerte a dos hombres (el sargento al que Milton apresa para el canje por Giorgio y el partisano de catorce años al que los fascistas fusilan como represalia). Una locura privada (el amor, la verdad) en medio de otra locura general (la guerra, la vida).

Y es que cuando este libro acaba, sientes que realmente algo ha acabado; sientes que Milton (a través de la pluma de Fenoglio) ha escrito ya su carta prometida y que ahora sólo le queda esperar a que Fulvia aparezca allí arriba, más allá del arco iris; en ese lugar remoto al que sólo las alas de la muerte pueden alzarnos y donde la tristeza no aflige ya más ni a los recuerdos les invade una niebla; un lugar en el que los sueños que uno se atreve a soñar al final se hacen realidad, donde los colores no se destiñen jamás y los chicos feos y tristes bailan con chicas alegres y hermosas, una y otra vez, al son eterno de una misma canción, over the rainbow.

Tu vieja madre…

Publicado: noviembre 29, 2011 en Música España, Música España (80s)



Golpes Bajos… «Cena recalentada»… ¡y en los tiempos anteriores al microondas!

Ay, recuerdos…

Cuando esa madre terriblemente cansina, a veces un poco chillona, a menudo deficientemente alfabetizada, con poco “mundo”, pero siempre abnegada y amorosa, leal (con sus preocupaciones cuasineuróticas, expresadas en frases y más frases repetitivas -las que aparecen en el vídeo y otras muchas más), termine por desaparecer (algo que ocurrirá tarde o temprano, por mucho que en el fondo de toda madre reside siempre una semilla de sacrificio) y sea sustituida por su versión postmoderna, el universo humano habrá perdido una de sus piezas más valiosas.

Sin ir más lejos, ayer mismo mi madre, que está ya viuda, me volvió a repetir una de esas típicas frases, ante la perspectiva de pasar un fin de semana más sola en casa (reproducir el tono con que se pronuncian estas cosas en un escrito es misión imposible, pero creo que cada uno de nosotros somos capaces de darles la entonación justa aquí dentro, en nuestra propia cabeza):

“A mí con que vosotros estéis bien, ya me basta; yo ya me las arreglaré…”.

Por una parte, ese tipo de frases me causan una insondable tristeza, casi rabia (¡todas las cosas que se habrá perdido mi madre para sí misma por ese modo de ver el mundo!) y al tiempo una infinita admiración; una admiración que todos las modernas madres, con su rectitud dietética; su educación racionalmente planificada; su par de títulos universitarios; sus comprensibles y merecidas ansias de ascenso laboral; con su intento, siempre bienintencionado, de salvar el cuarto de siglo que le separa de su hijo y darle “tiempo de calidad” (y todo esto en el mejor de los casos, claro está) jamás conseguirán arrancar de sus vástagos.

Creo que fue un viejo poeta checo, hoy injustamente olvidado, quien lo expresó mejor que nadie en uno de sus poemas:

“¿Has visto alguna vez a tu vieja madre
en el momento en que te hace la cama,
extiende, estira, remete y acaricia la sábana,
para que no quede ni una sola molesta arruga?
Su respiración, el gesto de sus manos y sus palmas
son tan amorosas
que en el pasado siguen apagando el incendio de Persépolis
y en el presente aplacan ya alguna tempestad futura
en el mar de China o en otro hasta hoy desconocido…”

Y, al punto, en el que para mí siempre ha sido mi ideal de resurrección (tanto en mis momentos de duda como en instantes de fe; de hecho por encima de cualquier otra circunstancia vivida), remata el poema, diciendo:

“¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos
un día aquí al estruendo terrible de trompetas y clarines?
Perdona, Dios, pero me consuelo pensando
que el principio de nuestra resurrección,
la de todos los difuntos,
la anunciará el simple canto de un gallo…
Entonces nos quedaremos aún tendidos un momento…
La primera en levantarse será mamá…
La oiremos encender silenciosamente el fuego,
poner silenciosamente el agua sobre el fogón
y coger con sigilo del armario el molinillo de café.
Estaremos de nuevo en casa”.

Amén.